3 Los Asesinatos De Manhattan

3 Los Asesinatos De Manhattan

Author:Douglas Preston
Language: es
Format: mobi
Published: 2011-12-17T06:11:45.970732+00:00


LA COLA DE CABALLO

Suspirando exageradamente, William Smithback se acomodó en el banco de madera gastada del reservado del fondo de la Blarney Stone Tavern. El local, situado frente al acceso sur al Museo de Historia Natural, acogía a todas horas al personal de la institución, que lo había bautizado el Huesos a causa de la propensión del dueño a cubrir cualquier trocito libre de pared con huesos de todos los tamaños, formas y especies. A los chistosos del museo les gustaba airear la teoría de que si la policía retirara los huesos para examinarlos, se resolverían la mitad de los casos pendientes de desaparecidos de la ciudad.

En los últimos años, Smithback había pasado en la taberna largas tardes y noches, con sus libretas y el portátil salpicados de cerveza y trabajando en varios libros, tanto el de los asesinatos del museo como su sucesor, el de la «matanza del metro». Para él siempre había sido como una segunda casa, un refugio contra los problemas del mundo. Aquella noche, sin embargo, y por primera vez, el Huesos no le procuraba ningún consuelo. Se acordó de una cita (quizá de Brendan Behan) sobre tener una sed tan grande que hacía sombra. Era como se sentía.

Había pasado la peor semana de su vida, empezando por la metedura de pata con Nora y acabando por la entrevista inútil a Fairhaven. Para colmo, el maldito Post le robaba dos veces la exclusiva, y ni más ni menos que por obra de su eterno enemigo, Bryce Harriman: primero con lo de la turista asesinada en Central Park, y luego con lo de los huesos descubiertos en la calle Doyers. La noticia le pertenecía por derecho. ¿Cómo era posible que el mequetrefe de Harriman hubiera conseguido una exclusiva? ¡Si no se la daba ni su novia! ¿Qué contactos tenía? Pensar que a él, a Smithback, le hubieran dejado fuera con el grupo de plumillas de tres al cuarto, mientras Harriman recibía trato preferente e información privilegiada... Pero ¡qué ganas de tomarse una copa, por Dios!

Llegó el camarero, que tenía las orejas caídas y unas facciones de pobre desgraciado que a Smithback casi le resultaban tan familiares como las propias.

—¿Lo de siempre, señor Smithback?

— No. ¿Tienes Glen Grant de cincuenta años?

— Sí, a treinta y seis dólares —dijo el camarero, apesadumbrado.

— Pues tráeme uno, que quiero beber algo tan viejo como me siento yo.

El camarero volvió a desaparecer en la penumbra y el humo del local. Smithback consultó su reloj y miró alrededor malhumoradamente. Había llegado diez minutos tarde, pero estaba visto que O'Shaughnessy le ganaba a impuntual. Smithback odiaba a los que tardaban más que él. Casi tanto como a los puntuales.

El camarero reapareció con una copa grande de coñac, en cuyo fondo había menos de dos dedos de líquido de color ámbar, y la depositó con reverencia delante de Smithback. El periodista se la acercó a la nariz, hizo que el líquido diera vueltas e inhaló su aroma embriagador a malta, humo y agua pura de las Highlands, un agua que, como decían los escoceses, se había filtrado por turba y granito.



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